De: Rocío Durand
Desde el mercado central, con nostalgia recordé mi niñez; muy pequeña siempre acompañaba a Ana, a mamá o a Martha a la compra, recuerdo tantas imágenes como aromas, sabores porque éramos marchantes y siempre había un pedazo de piña, de queso cotija o alguna degustación para darle el visto bueno a la sandía; un cuchillo se deslizaba en zigzag hasta trazar un perfecto polígono asomado por la presión del filoso cuchillo, lo tomaba con mis manos a la mínima seña y lo engullía de un bocado. Así era ir por la mañana y encontrarle gusto a esos espacios llenos de vida. No había supermercados tan iluminados como ahora. El suelo era lodoso, casi siempre húmedo, tal vez tenía cemento pero no lo distinguía entre tantas huellas de pisadas, gotas de algún grifo mal cerrado, guacales que sostenían los tablones con camas de ramitas cuidadosamente colocadas para recibir y mantener fresca las pilas de fruta y toda clase de mercancía, mi nana siempre llevaba una cesta de mimbre para ir acomodando el mandado. Ella portaba un delantal, sus trenzas olorosas a vaselina y su desdentada sonrisa. Me tomaba de la mano, yo sentía un muñón poco común que me recordaba la anécdota de su caída por la escalera de caracol de su anterior trabajo, al sostenerse para evitar resbalar completamente desde arriba, su dedo quedó atorado desde la última falange en un barrote de la herrería oscura.
Hoy estuve en el mercado central, vino Laura Zúñiga Orta desde el Estado de México a leer su primera novela; algunos fragmentos, la noche del sábado, tenía el boleto comprado para el siguiente día a las 8:30 y quedé de llevarla a la terminal por el rumbo del mercado cemtral. Al dejarla, crucé la avenida en busca algo humeante y oloroso para desayunar, y hacer de ese momento algo inolvidable; como sólo aquí, en el mercado, puede uno encontrar.
Pregunté a una doña con su cubeta de pintura que guardaba tamales si llevaba café pero no, ella preparó arroz con leche. Seguí el camino y dando la vuelta a la manzana estacioné mal mi vehiculo para descender a buscar eso. Por la acera con locales aún cerrados sentí un aroma a café con una brizna de azúcar que me hizo elevar mi rostro para encontrar a una mujer que tenía cuatro cubetas con distintos líquidos; café con azúcar, café con leche, avena con canela y chocolate con leche; no faltaba el cesto de pan dulce y de sal. Mi nana siempre desayunaba café de olla con un bolillo sopeadito, así que pedí el café y tomé un cuerno alargado de sal para iniciarme en el sopeado público. Con ello antojé a más de ocho conductores de taxi, transeúntes y a una niña con su madre, vigilaban la entrada del baño público. Todos pidieron su respectiva bebida y aquel cuerno de sal.
Mientras consumía mi manjar de reyes, platiqué con Gloria, ella tiene 25 años vendiendo pan dulce y café cada mañana. Tres horas dura su jornada. Así sacó adelante a los hijos que un padre le dejó por desobligado, esa es la historia de tantas mujeres en Acapulco, en el mercado hay muchos puestos custodiados por mujeres. En verdad, ellas mueven a Acapulco.
El pan de mujer, pan de leña, bolillo ranchero en un cesto redondo sobre la cabeza ambulante del bolillero que grita..-¡Bolillooooo, bolillooo rancherooo! Es garantía de sabor inolvidable, correoso, pero que rico sabe con su queso de rancho y algún chilito en vinagre.
Ya lo sabes, si me quieres encontrar de seguro estaré desayunando café y pan en el mercado central.
¡Buen provecho!
Desde el mercado central, con nostalgia recordé mi niñez; muy pequeña siempre acompañaba a Ana, a mamá o a Martha a la compra, recuerdo tantas imágenes como aromas, sabores porque éramos marchantes y siempre había un pedazo de piña, de queso cotija o alguna degustación para darle el visto bueno a la sandía; un cuchillo se deslizaba en zigzag hasta trazar un perfecto polígono asomado por la presión del filoso cuchillo, lo tomaba con mis manos a la mínima seña y lo engullía de un bocado. Así era ir por la mañana y encontrarle gusto a esos espacios llenos de vida. No había supermercados tan iluminados como ahora. El suelo era lodoso, casi siempre húmedo, tal vez tenía cemento pero no lo distinguía entre tantas huellas de pisadas, gotas de algún grifo mal cerrado, guacales que sostenían los tablones con camas de ramitas cuidadosamente colocadas para recibir y mantener fresca las pilas de fruta y toda clase de mercancía, mi nana siempre llevaba una cesta de mimbre para ir acomodando el mandado. Ella portaba un delantal, sus trenzas olorosas a vaselina y su desdentada sonrisa. Me tomaba de la mano, yo sentía un muñón poco común que me recordaba la anécdota de su caída por la escalera de caracol de su anterior trabajo, al sostenerse para evitar resbalar completamente desde arriba, su dedo quedó atorado desde la última falange en un barrote de la herrería oscura.
Hoy estuve en el mercado central, vino Laura Zúñiga Orta desde el Estado de México a leer su primera novela; algunos fragmentos, la noche del sábado, tenía el boleto comprado para el siguiente día a las 8:30 y quedé de llevarla a la terminal por el rumbo del mercado cemtral. Al dejarla, crucé la avenida en busca algo humeante y oloroso para desayunar, y hacer de ese momento algo inolvidable; como sólo aquí, en el mercado, puede uno encontrar.
Pregunté a una doña con su cubeta de pintura que guardaba tamales si llevaba café pero no, ella preparó arroz con leche. Seguí el camino y dando la vuelta a la manzana estacioné mal mi vehiculo para descender a buscar eso. Por la acera con locales aún cerrados sentí un aroma a café con una brizna de azúcar que me hizo elevar mi rostro para encontrar a una mujer que tenía cuatro cubetas con distintos líquidos; café con azúcar, café con leche, avena con canela y chocolate con leche; no faltaba el cesto de pan dulce y de sal. Mi nana siempre desayunaba café de olla con un bolillo sopeadito, así que pedí el café y tomé un cuerno alargado de sal para iniciarme en el sopeado público. Con ello antojé a más de ocho conductores de taxi, transeúntes y a una niña con su madre, vigilaban la entrada del baño público. Todos pidieron su respectiva bebida y aquel cuerno de sal.
Mientras consumía mi manjar de reyes, platiqué con Gloria, ella tiene 25 años vendiendo pan dulce y café cada mañana. Tres horas dura su jornada. Así sacó adelante a los hijos que un padre le dejó por desobligado, esa es la historia de tantas mujeres en Acapulco, en el mercado hay muchos puestos custodiados por mujeres. En verdad, ellas mueven a Acapulco.
El pan de mujer, pan de leña, bolillo ranchero en un cesto redondo sobre la cabeza ambulante del bolillero que grita..-¡Bolillooooo, bolillooo rancherooo! Es garantía de sabor inolvidable, correoso, pero que rico sabe con su queso de rancho y algún chilito en vinagre.
Ya lo sabes, si me quieres encontrar de seguro estaré desayunando café y pan en el mercado central.
¡Buen provecho!